domingo, 15 de mayo de 2011

Función de títeres


La sala del teatro bullía de niños impacientes e inquietos, aguardando expectantes, con cara de júbilo, que apareciese aquel que los hacía “volar”. Literalmente su imaginación volaba cada vez que estos personajes representaban las peripecias de un famoso y viejo pirata. Yo los observaba en silencio desde mi escondite, yendo y viniendo con mi mirada, de una carita a otra, y pensaba en el milagro que se produce en ellos cuando aparece el titiritero.
Y así, entre el bullicio y los aplausos, hacía su entrada.
Las luces se encendieron de golpe, las pesadas y ruidosas cortinas rojas se corrieron. Un gran escenario apareció ante sus ojos; pero el murmullo se generalizó y se elevó cuando en el pequeño teatrino irrumpió en escena “el gran pirata Morgan”.
Ahora los veía, todos callados, con los ojos grandes, las manitos sosteniendo la mandíbula, atentos, esperando el vozarrón del malvado de los mares. Y ahí estaba con su pata de palo y su garfio asesino arremetiendo contra todo lo que se interpusiera a su paso. Ellos seguían cada palabra, cada gesto con el corazón en la boca. Había malos, buenos, feos y también princesas.
La historia llegaba a su fin. Ya se desplazaban a la salida como una horda de susurros y risitas apagadas. Y yo desde mi rincón de espía me sentía como uno más de ellos. Había logrado escabullirme sin ser visto para no llamar la atención, sino los padres se preguntarían: -¿Quien es ese señor? -¿Será el abuelo de Agustín? -¿O el de Mayra?
A nadie se le ocurriría pensar que también a los grandes nos gusta sentirnos niños algunas veces y dejar volar la imaginación.

Gloria

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