martes, 29 de noviembre de 2011

El principio del fin


Esta historia transcurrió durante una clase de matemáticas. Cursaba yo el noveno año del ciclo polimodal en la escuela media de mi pueblo. No recuerdo con exactitud la hora del encuentro, sin embargo puedo precisar que fue a media mañana, durante el primer recreo.
Me quedé en el aula, puesto que nunca fui demasiado compinche de mis compañeros de curso. Aproveché los escasos minutos de tranquilidad para sumergirme en las memorias del ser más siniestro que pudo haber conocido la humanidad luego de la caída del Ángel negro. El libro que para ese entonces me estremecía, me llamaba y se apoderaba de mí, tenía contextura gruesa, hojas ásperas de color amarillento, letras medianas y negras; de su interior emanaba todo el misterio oculto del principio del fin. Su tapa era negra aunque resaltaba un color rojo intenso, un rojo similar a la sangre cuando se apaga y en el centro de la tapa, como indicio de la desgarradora historia que en sus hojas contaría el libro, la cara de Adolf Hitler asomaba impaciente, como esperando que lo conociera, que escuchara lo que tenía para contarme.
La obra se titulaba “Hitler: la conspiración de la tinieblas” y narraba cada pensamiento del dictador desde pequeño, su historia y el misterio que escondía su plan siniestro. Desde pequeña sentí interés por descubrir alguna razón (si es que existe) de tan macabro plan, intensificar los sentidos para intentar revelar la inhumana manifestación del mal, cuál fue la razón justa del destino inexorable que planeó tan funesta desgracia, tan inexplicable consecuencia satánica.
Entonces, estaba yo leyendo apaciblemente cuando sentí la necesidad de ir al baño, por lo cual dejé mi libro reposando en mi pupitre. Al regreso, me encontré sin mi libro en el banco, armoniosamente reposado sobre las manos del profesor de matemáticas (con el cual nunca logré entablar lo que se dice un vínculo). Ahí estaban ambos, mi libro tan sobrio e intrigante dejándose descubrir por la mirada desconcertada de aquél que representaba la autoridad en ese absurdo momento de mi historia colegial. Me acerqué sorprendida hacia él, intentando recuperar aquello que era de mi propiedad, es decir, mi libro de historia.
Al acercarme al profesor, su mirada se clavó en mí con un halo de desautorización y desprecio, como intentando incomodarme por mi atrevimiento. Ante tanta simulación de desamparo, simplemente me quedé inmóvil esperando que se dignara a devolverme el libro. Transcurridos algunos segundos el profesor cerró el manifiesto y, mirándome con intimidación, arrojó el libro hacia mis manos no sin antes advertirme acerca de esa historia y sugiriéndome que debía tener cuidado con lo que leía. Sin más, tomé mi obra y regresé a mi pupitre, un tanto decepcionada por la reacción de mi profesor de matemáticas y sintiéndome totalmente profana por el solo hecho de intentar descubrir una verdad tan misteriosa y siniestra.
Han pasado los años y aún sigo esperando que llegue el momento en el que pueda tomar valor para retomar aquella lectura. Algo absolutamente incierto se genera en mí cada vez que intento volver a descubrirlo.  Quizás surge del temor de lo establecido, de la aberración que me genera esa parte de la historia, quizás sea el desencuentro permanente con esa parte incomprensible de ese hombre que mató, desestimó, desintegró a millones de otros seres humanos. Quizás mi temor surja de la posibilidad de leer esas líneas y descubrir que la historia se vuelve a repetir  y que aquel suceso no fue sino el manifiesto del principio del fin.

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