jueves, 12 de mayo de 2011

Robin Wood, el inmortal.

Parece ser una constante el hecho de aseverar que existen autores que fueron “diseñados” para enseñar. Autores a los que se debería citar para dejar puesto de manifiesto y a modo de carta de presentación que, en efecto, uno pueda considerar que cierta porción de la cultura le pertenece.
Más allá de los libros de texto especialmente diseñados para el aprendizaje (sálveme el lector de todo lugar común para poder ir al punto)  existen autores cuyas publicaciones son aprobadas inmediatamente por convención como iconos de aprendizaje, aun no siendo destinadas a tal fin.
Sin embargo, en nuestro entorno existen creadores y medios gráficos de contacto más frecuente que, si me obligaran a responder de manera espontánea, surgen antes que cualquier autor renombrado y reconocido que en muchas ocasiones debo nombrar (ocultando a estos héroes silenciosos) para evitar caer en alguna consideración “vulgar”.
Desde aquella primera impresión, llena de fantasía y expectativas, en la que ingresé en la escuela “San Pedro” de José C. Paz para comenzar a desandar el camino de la lectura y la escritura con emociones mezcladas, ha pasado mucho tiempo. Pero todavía persisten esos recuerdos que podría graficar como la entrada a una gran fortaleza, flanqueada por chicos envueltos en blanco y padres entremezclados, todos sumergidos en un ensordecedor bullicio.
A éste último párrafo referido a la imagen del primer día de escuela, deberé retornar para seguir describiendo la escena con un poco más de detalle. Y es que si profundizo en cuestiones vinculadas a esa “foto” del pasado sin justificar algunas razones que sustenten cierto vuelo imaginativo, podría correr el riesgo de ahuyentar o confundir a quien pretenda interpretar mi primer día de escuela y podría resultarle dificultoso llevarlo a un plano de comparación con cualquier otro primer día de escuela. Porque el bullicio y el entrevero pueden resultar comunes a cualquier situación en la que solamente hagan falta padres, chicos y un “primer día de algo”. Pero lo que realmente distingue la secuencia que transcribo a cualquier otro inicio de ciclo lectivo, probablemente sea la sensación de que la fortaleza que les mencioné (y a lo mejor ya olvidaron), contaba con todo un ejército dispuesto a darle cierto orden a todo ese caos, tal como si fuese la lucha por poseer un reino.
La fortuna de haber conocido a Sonoe, mi maestra de primer grado, trajo sosiego a mi vida escolar, ya que frecuentábamos las mismas historias a la hora de leer y en repetidas oportunidades compartíamos o intercambiábamos el material de lectura que impulsa esta narración. Claro, no faltará quien se encargue de sacar cuentas sobre mi edad y la capacidad de leer y comprender con seis años. A ellos deberé aclararles para que no pierdan el sueño, que no se trataba de una virtud que me convirtiera en prodigio o algo por el estilo sino que se debe a la intervención de mis hermanos mayores. A ellos les debo el haber ingresado en el mundo de la lectura y son ellos los que están presentes cuando tengo que recordar la primera palabra que logré leer por mis propios medios: “Anuario”.
Fabio y Bony (mis hermanos) se me hacen criaturas mitológicas. Máquinas de consumir e incorporar hasta devastar cualquier historia gráfica que pasara por sus manos. Así, jugando, eran capaces de reproducir las escenas de su lectura mediante frases de la talla de “que tu alma hierva como un caldo infame en la gran olla del infierno” con pasmosa veracidad. No faltaba en sus juegos la justiciera espada de Nippur de Lagash, ni las frases graciosamente ocurrentes de “Pepe Sánchez”. En ese amplio recorrido de autores y personajes, la imaginación encontraba el más fértil de los campos para desarrollar sus virtudes.
En medio de los juegos para recrear los capítulos semanales de la revista “El Tony”, también existía esa avidez por conocer algo más sobre los etruscos, o acaso recorrer las realidades y desventuras de la milicia en nuestro país de cierto segmento histórico, acompañando en sus épicas batallas al “Cabo Savino”.
Estos fugaces ejemplos que sirvan para concluir que el aprendizaje de la lectura es cuanto menos más atractivo si se genera en un ámbito en donde se le conceda algún rol a la imaginación.
Después de justificar los motivos por los cuales mi primer día de clases resultó algo similar al ingreso a una fortaleza, y habiendo mencionado las historias de verdaderos gigantes autores como Robin Wood, Villagrán, Carlos enrique Vogth y tantos otros, no sería extraño comprender la razón por la cual podría jurar que en la puerta de la escuela San Pedro, en ese primer día de clases como en cualquier otro día de toda la eternidad, Gilgamesh “el inmortal” era el portero…

Marcelo Morales.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario