martes, 29 de noviembre de 2011

La Cursiva y Los Libros

        No recuerdo con exactitud cómo fue que aprendí a escribir, pero quizás recuerde mis primeras experiencias con la cursiva.
Recuerdo a mi maestra de primer grado en el primero o segundo día de clases. Caminó hacia mi banco con un pequeño papel en el que estaba escrito mi apellido, y me exigió, como actividad, copiar aquella inscripción pero en mi cuaderno.
El papelito, que curvadamente presumía contener mi apellido, llevaba entre sus letras las dos eres de “Monrroy” graficadas con una ínfima diferencia. La primera ere tenía una suerte de “globito” en la parte superior izquierda; y la segunda, carecía de globitos, o quizás, pensaba, el globito existía, pero era tan pequeño como indescifrable.
De esta manera comprendí que obviando el tamaño, el orden y/o la existencia de los globitos en las eres de “Monrroy”, estaría escribiendo mal mi propio apellido.
Una vergüenza.
Quizás me castigarían por no saber graficar parte de mi propia identidad. Siempre creí que cada nuevo lugar sería mucho más estricto que el anterior, y casi siempre, cambié de parecer.
Cuando tuve la oportunidad, dejé de usar la cursiva para siempre, o casi siempre.


Y es cierto que no tengo mucha memoria, tampoco recuerdo cómo fue que aprendí a leer.
Mi madre me dijo que aprendí bastante rápido, y que leía cualquier cosa. Cualquier cosa menos libros.
Mi primera novela fue “El Alquimista”, como a los 14 años. Lo único que había leído antes habían sido algunos fragmentos de “La Biblia” en el catecismo, y un pequeño libro en el que, por unos pesos, uno podía ser el protagonista de una “Aventura Mágica”.
Después del “Alquimista” leí un par de novelas más de Coelho, eran los libros que solían comprar en mi casa, y me gustaban bastante, aunque, un poco, no sé por qué, me hacían acordar al catecismo. Fue así que empecé a comprar mis propios libros.
Los libros, más sus autores, fueron (y son) maestros que me enseñaron (y me enseñan) “otras cosas”. Gracias a ellos aprendí cosas por demás útiles, y cosas que, aún hoy, no les encuentro demasiada utilidad. Aprendí que el dinero es un don que de nada sirve hasta el momento en que nos separamos de él, entendí las revoluciones a través de chanchos y perros, comprendí que hay ciertas palabras que hay que ser sacerdote o tonto para emplearlas con alguna dosis de confianza , aprendí a diferenciar una casa de un caballo (gracias al tejado de la casa), que es preferible cien palomas volando en una mano, que mirar no es comprender, que el hombre fue creado el 23 de octubre de 4004 A.C. a las nueve de la mañana, que Sócrates fue mortal, ya que efectivamente ha muerto, que no porque Sócrates haya sido mortal todos los hombres deban serlo,  comprendí el secreto de la ruleta, y aprendí que, Jesús, sabe revelar esos secretos a los que tienen el alma llena de santidad, y también a los idiotas.
Mis amigos dicen que compro libros para hacerme el “intelectual”, y es lo más probable. Siempre me gusto más el fútbol que los libros, y sin embargo, nunca me compré la camiseta de Boca.



Ezequiel Monrroy

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