viernes, 27 de mayo de 2011

Sueño platónico

 Mi primer día de clases. El aula abarrotada de alumnos con ilusiones de aprender el arte jurídico. Toscos, aburridos, inexpresivos, como si saliesen de una madriguera. Estaba yo ahí, sumergida entre tanta exactitud, entre tanta precisión, entre tanta frialdad esperando el momento oportuno para escapar a tanta promiscuidad doctrinaria. Sin embargo la clase era entretenida, después de todo encontrar un poco de humanidad en medio de tanto palabrerío frío y absurdo, es algo así como la ilusión del regreso de los padres cuando salen de vacaciones sin nosotros cuando niños y allí quedamos pegados a la ventana esperando el regreso definitivo en ese abandono prematuro, que para ellos, por el contrario, tiene ansias de libertad.
Recuerdo que la docente de aquella cátedra, entusiasmada en su discurso, nos ofrecía las delicias que  pueden percibirse al inmiscuirse en la increíble caverna de Platón. Sumergida entre el mundo de las sombras y la realidad fuera de la caverna, me dirigí hacia esa luz que brillaba a lo lejos. ¿Qué dirían las sombras? ¿Acaso se enfadarían conmigo por intentar  escapar hacia esa luz que me llamaba? ¿Y que decía la luz? Un tanto confundida caminé por el túnel en penumbras, aun no recuerdo como logré soltar mis manos y mi cuello de esas cadenas que me ataban a la oscuridad. Muchos de los míos me juzgaron por hacerlo, creyeron que estaba loca, que saliendo de allí lo único que encontraría sería la muerte. Que jamás podría regresar a mi hogar… ¿Hogar? ¿Qué hogar?
Afuera la luz me lastimaba los ojos y todo era dolorosamente fascinador. Ante el encanto de esta realidad desconocida, mis ojos no pudieron mas que llorar. Percibí otros colores, otros olores, otras sensaciones. La soledad de lo desconocido me atrajo como un imán y nunca sentí con tanta fuerza la necesidad del encuentro real. Estaba viva, en contraposición a todas las hipótesis expuestas en la caverna, estaba viva. Pues si esa era la muerte que me abrazaba… ¡que encantadora se sentía!
Pasado un tiempo, lo descubrí solitario sentado en el banco de una plazoleta, hablamos durante horas, totalmente inconcientes de la intensidad con la que el tiempo se escurría por entre nuestras palabras percibiendo que el alrededor era solo una escenografía quieta y perdida allá a lo lejos, en abstracto. En sus ojos escondidos tras dos perceptibles cristales, podía escurrirse una dolorosa melancolía, añeja, arraigada, que con el paso de los años se convirtió en invisible como los cristales que cubrían sus ojos.
En la caverna, la luz del fuego iluminaba la pared que dibujaba las sombras frente a nosotros. Allí el tiempo parecía perpetuarse como la melancolía de Andrés en sus hermosos ojos negros. Me vi perpleja ante su inmensidad, si era como ver el mar fuera de esta caverna, fría y mentirosa. Mi súbito encuentro con el afuera. Mi pasaje a la eternidad.
Rocé su cara con mis manos y lo miré a los ojos profundamente, entonces lo invité a escapar de allí, ambos sabíamos lo que se encontraba afuera. Simplemente me miró. Me miró con intensidad y su llanto conmovió hasta el último sector de mi ser. Me dijo que no podría seguirme, que no podía salir de ahí. Que había pasado un tiempo lejos, fuera, en la luz. Que la desolación del encuentro consigo lo había desauseado, que su mejor recuerdo del afuera eran esas largas horas sentados en aquel banco de aquella plazoleta. Por el contario, prefería quedarse allí, amarrado a esas cadenas corroídas por el paso del tiempo. De la luz, solo vería aquel fuego, esa falsa sensación de calor de hogar, esa llama que iba consumiendo cada uno de sus sueños, que había extinguido cada paso de su niñez.
Se despidió de mi y como último deseo le pedí que me mirara a los ojos por última vez. Necesitaba sentir esa sensación de paz que de ellos emanaban y me hacían regresar a ese inmenso mar, afuera, lejos de la caverna. Andrés sonrió dulcemente y me ofreció el milagro por última vez…
Eran las cinco y media de la tarde. La clase de filosofía terminaba su hora. A mi alrededor el mismo paisaje frívolo que envuelve el aire doctrinario, con ese ímpetu justiciero siempre disfrazado de falsas condolencias, verdades a medias y realidades ocultas. Junté mis apuntes, los guardé en mi mochila y escape del aula magna de esa inmensa facultad.
Afuera, la luz del sol brillaba fuerte para esas horas. Tomé el 124 color rojo camino a mi casa.
Andrés se quedó allí, preso en la oscuridad del aula.


Tamara.


2 comentarios:

  1. gracias Juli. Fue el segundo intento. En realidad esta dedicado a una persona que hace años no veo, pero que recuerdo todos los dias...

    ResponderBorrar